La “ciudad de los quince minutos” no es neutral
Por Arq. Antonio Puerta López-Cózar
¿A quién no le agradaría tener el trabajo, el colegio, el súper o el médico a quince minutos de casa a pie o en bicicleta? Más allá de la ideología que pueda transparentarse en la “ciudad de los quince minutos”, dentro de esa revolución de la proximidad que plantea Carlos Moreno cabría preguntarse: ¿estamos ante una propuesta utópica, una “ciudad feliz” llena de buenismo urbano que promete un mundo mejor, o por el contrario es un modelo urbanístico que, además de lograr la mezcla y la justicia social, puede afrontar el desafío climático?
Todo empezó cuando Anne Hidalgo, la alcaldesa de París, de origen gaditano, fue reelegida en los comicios municipales de 2020 al frente de la coalición París en Común. El programa electoral con el que consiguió la victoria proponía convertir París en la “ciudad de los quince minutos”. La batalla se libró con la bandera de la movilidad sostenible, y conquistó a los ciudadanos con el ciclismo urbano.
Este polémico concepto de ciudad fue ideado en 2016 por el científico francés Carlos Moreno, de origen andino-colombiano, que en la actualidad trabaja como asesor de la alcaldesa parisina y es profesor y director científico de la cátedra de Emprendimiento, Territorio e Innovación de la Universidad de la Sorbona. Moreno no es propiamente un urbanista, pero viene del mundo de las matemáticas, de la inteligencia artificial y de las ciencias de la complejidad, y ha derivado esos conocimientos hacia el campo del urbanismo.
En esencia, su propuesta urbana plantea reducir los desplazamientos, consiguiendo que todos los servicios básicos estén a quince minutos a pie o en bici desde casa: el trabajo, el comercio, el colegio, el centro de salud o los espacios de entretenimiento. Pero además aboga por un conjunto de medidas sociales, descritas en su libro Droit de cité (2020; versión española: La revolución de la proximidad, Alianza, 2023). En sus páginas expone la problemática de las ciudades modernas y desvela las cuestiones de fondo que fundamentan sus propuestas ante el actual desafío climático.
En París, y en otras ciudades del mundo, como Melbourne o Medellín, ya se han aplicado gran parte de esas medidas. Pero lo más relevante es que en la pasada Conferencia COP21, en la que se dieron cita los alcaldes del C40 –la red de ciudades comprometidas con el medio ambiente–, se acordó introducirlas en la agenda común.
Es cierto que su filosofía urbana excede el urbanismo y se adentra en terrenos ideológicos. De hecho, se ha significado en las recientes elecciones municipales españolas, apoyando a partidos de izquierdas. Y tal vez por esas incursiones políticas, la “ciudad de los quince minutos” ha logrado mantener encendida la pólvora de un extendido y acalorado debate en todo el mundo. Algunos de sus detractores han sido tachados de negacionistas, incluso de conspiracionistas, de ultras o de antidistintas cosas.
Un modelo urbanístico basado en los usos y la proximidad
Aunque él dice que “no hay modelos de ciudad, sino solo fuentes de inspiración”, el suyo es sin duda un modelo atractivo que seduce. Describe una ciudad verde, adaptada al ritmo vital humano, de distancias cortas, de vivir cerca. Una ciudad tranquila, participativa y solidaria, con barrios que disponen de las funciones sociales indispensables.
A primera vista podría parecer solo una ciudad sostenible en el ámbito medioambiental, fruto de reducir los desplazamientos, de vivir en proximidad, o de multiplicar los usos de la ciudad (p. e., darle otro uso a un colegio fuera de las horas lectivas). Pero, en último término, plantea transformar la vida urbana y propiciar “un cambio radical del modo de vida”.
Dicho modo de vida se presenta como alternativo al actual, que según Moreno es “utilitario, basado en la segregación y la separación entre espacio y tiempo de vida, y que nos conduce a acelerar más y más para no vivir sino en una temporalidad lineal extenuante”. En su libro explica cómo la medida del tiempo (precisa y ordenada) influyó en la organización social, y el reloj de pulsera acabó marcando el compás de nuestras vidas. La producción en cadena fue a la larga el germen de los conflictos sociales de mayo del 68, pues contribuyó con el tiempo a una segregación espacial entre los lugares de vida y los de trabajo, con el consiguiente “malestar, el malvivir y la pérdida de sentido, que hoy podríamos traducir como anonimato, angustia y, a menudo, soledad”.
Los medios de transporte colectivos y el coche particular acrecentaron tanto la velocidad como la distancia y, poco a poco, la proximidad se fue esfumando hasta reducir al mínimo las relaciones entre los habitantes. Esta realidad dejó huella en el tejido de la ciudad. El problema sigue sin estar resuelto, y no se soluciona aumentando el ancho de las vías de circulación o entronizando al vehículo como rey de la ciudad.
La respuesta a esa problemática sería la “ciudad del cuarto de hora”, que conformaría una urbe multicéntrica, configurada mediante barrios de proximidad conectados en red. Sería un urbanismo que se adapta con flexibilidad al ritmo de vida ciudadana y con el que los habitantes recuperarían el “aliento interior”, fruto de experimentar las otras dos dimensiones del tiempo, el kairós y el aión, o sea: disfrutar el momento y sentir la fuerza de la vida.
¿Cómo se implanta este modelo, y qué consecuencias tiene?
Para implantar la “ciudad de los quince minutos”, Moreno propone una hoja de ruta regida por cuatro objetivos fundamentales: la movilidad de proximidad, la mezcla social, la densidad orgánica y la ubicuidad.
La movilidad de proximidad sustituye “la movilidad sufrida, en una ciudad fragmentada, por la movilidad elegida» en la nueva configuración urbana. Es decir, elegir el médico o el gimnasio del barrio al que se pueda ir caminando, en bici, o en patinete, a un cuarto de hora de casa. A la larga, esto implica abandonar el coche y el motor térmico, y utilizar cada vez más los transportes públicos. En muchas ciudades, excepto en los barrios nuevos, esto ya se ha conseguido. El peligro es que, por querer acabar con una ciudad fragmentada por los usos, se acabe en una ciudad fragmentada por los barrios.
Lo que resulta más difícil de conseguir, por no decir imposible, es que la mayoría de la gente viva cerca de su trabajo. Llama la atención que entre las necesidades fundamentales (desde ir al teatro o hacer picnic al aire libre), que se muestran en el diagrama de París en Común, no aparezca la de acudir a la iglesia o la mezquita. En cambio, en el modelo implantado en Irlanda –15 Minute City–, esto sí aparece con el nombre genérico de Faith (Fe).
La mezcla social depararía un “universo de vida”, sin segregaciones ni discriminaciones, y en el que se fomentaría la ayuda mutua, la solidaridad (compartir y cuidar del otro), incluso en el que los más frágiles se beneficiarían del apoyo de sus vecinos. Aun siendo un objetivo encomiable, no explica cómo lograr esto: no se sabe si es una consecuencia directa del buen ambiente vecinal, o si es necesaria la intervención del ayuntamiento con medidas proactivas o inclusivas para que la ciudad no se divida en barrios pobres y ricos o de distintas etnias. En París y en otras ciudades ya existe esa mezcla social, aunque no siempre se ha logrado una convivencia pacífica.
La densidad orgánica sería la alternativa verde a la densidad mineral (pétrea) de la ciudad actual, repleta de moles de hormigón, calzadas y plazas duras, que transformaría los barrios creando más zonas verdes, tejados y calles verdes… ¡Todo verde! También paseos fluviales, arbolados con recorridos en bici, de modo que los espacios naturales favorezcan las relaciones sociales, y ayuden a equilibrar las “pronunciadas disparidades sociológicas”. Sin duda esto es realizable y muy necesario, empezando primero por los barrios existentes.
La ubicuidad se lograría creando una ciudad digital que facilitara la hiperproximidad a los ciudadanos. No solo se podría difundir la cultura, sino ofrecer servicios asistenciales sin necesidad de realizar desplazamientos, poniendo siempre la tecnología al servicio de la calidad de vida y de la recuperación del vínculo social. Las soluciones digitales no suelen favorecer las relaciones sociales, pero la asistencia sanitaria y cultural sin duda serían una ayuda.
Una actuación integral que va más allá del urbanismo
Estos cuatro objetivos de la hoja de ruta ya de por sí son ambiciosos, pero la “revolución de la proximidad” va todavía más lejos, porque según su autor, para asegurar la transición hacia esa ciudad poscarbono es imprescindible actuar en todos los ámbitos para poder crear nuevos modelos económicos, reformar la fiscalidad o regular los mercados. Incluso atender las minusvalías, el equilibrio de género o la mutualización de los recursos (coches compartidos), etc.
Ante estos propósitos, no resulta extraño que algunos hayan vinculado estas soluciones sociales con una especie de “ideología emergente ligada a una suerte de buena vida”. Otros se han manifestado hace unos meses en las calles de Oxford, con pancartas en las que se leía: “No a los barrios de 15 minutos”/ “Comunismo no”, al considerar el modelo restrictivo o coercitivo, y han llegado incluso a temer que se utilizara el reconocimiento facial para impedir el paso de un barrio a otro. Además, el reciente veto a los patinetes eléctricos en París ha supuesto un paso atrás en la implantación del modelo, y desde luego no ha contribuido a sofocar la polémica.
El caso es que se habla de revolución social. Y la gente se pregunta hasta dónde llega el alcance de la “ciudad de los quince minutos”. Según Moreno, el impulsor de la idea, “las ciudades solo ocupan el 2% de la superficie de la tierra, pero concentran al 50% de la población mundial, consumen el 78% de la energía, son responsables del 60% de las emisiones de CO2, y producen el 80% de la riqueza”.
Bastarían estos datos para avalar el nuevo modelo urbano como una respuesta concreta a la emergencia climática. Pero, como hemos visto, el programa de la “revolución de la proximidad” pretende transformar no solo la sociedad, sino la economía, la cultura y la tecnología. Y para ser una revolución social, solo le quedaría transformar también el sistema político. Es importante destacar que el carácter diferenciador de esa revolución sería la ecología.
Recuperar la humanidad y la dignidad humana
El “humanismo ecológico” promovido por Moreno está unido también al deseo de recuperar la dignidad humana, que inunda las páginas de su libro. Sin embargo, no especifica cuáles son los valores comunes que compartimos y, de hecho, algunos no son compartidos por todos.
Por ese motivo se han planteado discrepancias con su antropología, algo artificiosa y con ribetes ideológicos. El uso que hace, por ejemplo, del término dignidad humana resulta muy confuso, pues en él cabe tanto la defensa de la vida como su contrario. Matar a un inocente no hace más digno a nadie, y en esa revolución se anima al combate por el derecho al aborto.
Del mismo modo, en el caso de la familia, el concepto queda difuminado entre una panoplia de tipologías distintas, compuestas como a cada cual le parezca, y de las que se excluye el “modelo de familia estereotipada que obedecía a modelos de otro tiempo, a jerarquías sociales superadas”. La diversidad que defiende Moreno es paradójica, porque no admite todas las formas de familia. La “revolución de la proximidad” que propone no es neutral. Agita banderas ideológicas y su misión va más allá de la garantía de derechos y libertades de los ciudadanos. La participación ciudadana es esencial, pero los barrios de proximidad no pueden comportar una forma única y obligatoria de vivir en la ciudad.
A tenor de lo dicho, no hace falta inventarse conspiraciones, y tampoco sorprende que alguien piense que entre esas propuestas comunitarias (presenciales o digitales) y la ingeniería social (o el excesivo control) solo exista una delgada línea roja. O que, en esa loable intención de lograr “una ciudad virtuosa”, haya algo de buenismo o de utopía. Aun con todo, interesa este debate sobre la “revolución de la proximidad”, porque no todo es nítido e irrebatible, y porque la ciudad moderna está en crisis desde hace tiempo y “se enfrenta –dice Richard Sennett– a desafíos en múltiples frentes, retos demasiado complejos para abordarlos con una única receta de cambio y crecimiento”.
Tal vez en la mente de los impulsores de esta propuesta esté presente el afán por construir una “ciudad feliz” y, como anhelaba Lewis Mumford, en el fondo sea una añoranza del paraíso. Sabemos por la historia que no es posible construir una ciudad ideal o una sociedad perfecta, pero la “ciudad de los quince minutos” quiere propiciar un cambio de las reglas de juego de la sociedad actual.
“Las ciudades –dice Italo Calvino–, como los sueños, están construidas de deseos y de temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconda otra. (…) También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para mantener en pie sus muros”.
Fuente: Aceprensa