Urbanismo. La conservación de las escalas humanas
Por Patricio H. Randle
Más allá de que el fin último de la ciudad –y, por tanto, del urbanismo– es el bien común de las personas que la habitan, existen otros fines –más específicos– del urbanismo que merecen nuestra consideración y reflexión.
Hemos dicho que la supresión del orden del bien común, la revolución, consiste en la supresión de toda jerarquía intermedia y la sujeción directa a un poder central; ésta es la versión distorsionada del bien común, como un bien colectivo obligatorio que excluye la libertad humana, que es un componente esencial para que el «bien» sea real. Pero es que también, desde el punto de vista urbanístico, una ciudad es más natural, más conforme a la naturaleza humana, cuando está diseñada y funciona orgánicamente.
La centralización, la congestión, la concentración, desnaturaliza la vida social. Gaston Bardet ha dicho que lo que desnaturaliza respectivamente al capitalismo y al comunismo no es el principio de la propiedad privada, ni el compartirla comunitariamente, sino hacer ambas cosas con espíritu concentracionario[1]. Del mismo modo, se pueden concebir –teóricamente– ciudades muy extensas a condición de que físicamente no estén amontonadas en torno a un foco único sino que sean policéntricas y políticamente recreen jerarquías de gestión intermedias de modo de no enfrentar nunca al vecino concreto directamente contra el Estado anónimo.
En términos prácticos esto significa, por ejemplo, que, en lugar de que el Estado construya viviendas y las dé en alquiler, es preferible que los vecinos se asocien y con ayuda del Estado construyan, encarguen o elijan sus viviendas, las cuales quedarán de su propiedad privada. La fórmula socialista de que el Estado alquile barato las viviendas no hace más que acentuar el carácter concentracionario que ya suelen tener las grandes ciudades, en hacer sentir al ciudadano como una miasma frente al Estado todopoderoso, en anular su iniciativa privada, en convertirlo en sujeto dócil al mandato arbitrario del poder central.
Esto en cuanto a la relación a-espacial ciudadano-Estado. En cuanto a la relación funcional, se trata de que existan los cuerpos intermedios capaces de que se ponga en práctica el principio de subsidiariedad según el cual el escalón mayor no debe cumplir la función que puede ser desempeñada por uno menor siguiendo una escala: persona, familia, vecindario, municipio, provincia, Estado, en el orden vertical de lo político pero, además, con todas las variantes que enriquecen la vida social, tales como clubes, sociedades culturales, benéficas, sindicatos, asociaciones profesionales, congregaciones religiosas y hasta partidos políticos, bien que contrapesados debidamente por los demás a efectos de que lo ideológico no pueda arrogarse nunca el poder de gobernar exclusivamente un país, una región, ni siquiera un municipio.
El urbanismo moderno, como ya hemos visto, es orgánico por derecho propio, y de hecho, toda vez que ha podido expresarse. Existen excepciones que lo niegan aunque nunca totalmente. Piénsese en el ejemplo tan socorrido de Brasilia –caso de creación ex nihilo que puede ser tenida como un ejemplo de arbitrariedad–, donde las supermanzanas, quiérase o no, pretenden recrear una suerte de unidad vecinal, una célula de vida cotidiana.
Todo el concepto central del urbanismo actual reposa en la necesidad de restituir en la ciudad hipertrofiada el elemento más vapuleado por ella, esto es: la escala; la relación espacio-funcional entre el individuo (y su familia) y el resto de la ciudad, sea a través de escalones intermedios o de la creación de una federación de ciudades en el caso de las megalópolis, con el solo efecto de impedir la solidificación del todo en una masa compacta.
La idea de escala, entonces, no se limita a una cuestión formalista tan cara los arquitectos y que siempre es bien venida, sino que se extiende a lo funcional[2]. Porque en un plan de jerarquías subsidiarias todas se necesitan entre sí y sólo funcionando de consuno forman una ciudad. De tal modo, al urbanismo le compete conservar las escalas humanas y sociales naturales existentes en las ciudades cuando se trata de regular su crecimiento y preverlas lo más próximamente posible cuando se trata de proyectar ciudades nuevas. Cyril Connoly lo dijo con encantadora ingenuidad: “Ninguna ciudad debería ser tan grande que un hombre no pueda salir de ella caminando en una mañana”[3]. La Sagrada Escritura al caracterizar a la ciudad de Nínive como urbe decadente incluye el dato de sus dimensiones exageradas: “Tres días hacían falta para atravesarla”, nos dice Jonás (III, 3).
[1] Cfr. Bardet, G., Demain c’est l’an 2000, Paris, 1952, p. 170 y ss.
[2] El urbanista japonés Koichi Tonuma, en su trabajo Theory of human scale, ahonda la cuestión con gran originalidad. Entre otras cosas afirma que hay tres aspectos en el medio humanizado que han creado escalas inhumanas: el gigantismo, la hiperdensidad y el “cortocircuito” de las redes por pérdida de pautas de referencia. Cfr. “Ekistics”, Vol. 48, n° 289, July-August 1981, pp. 315-324.
[3] Cyril Connoly, The Quiet Grave, Cap. I.